Demócratas y Tiranos
- forosaheleuropa
- 6 oct
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Actualizado: 27 oct
Por Fernando del Pozo
Las democracias
Hoy, más que hace no muchos años, las noticias nos traen de manera recurrente a las portadas la presencia de tiranos (autócratas u hombres fuertes en denominaciones más suaves). Procede preguntarse si se trata de que el número de ellos es creciente, sus acciones son más asertivas, o simplemente las noticias llegan más lejos, al modo en que hoy parece haber más terremotos (como ejemplo de fenómeno de frecuencia impredecible y tendencia constante) cuando lo que ocurre es que el más mínimo temblor de tierra en el lugar más remoto, que antes pasaba desapercibido, hoy encuentra sitio en las portadas de la prensa.
Pero por razones obvias el caso de la frecuencia de tiranos (o de su contraparte, las democracias) merece un estudio al menos tan detallado como los terremotos, y ejemplos de ello no faltan. Los felices augurios de Francis Fukuyama hacia el final del siglo pasado con su ensayo The End of History? (no se debe olvidar el dubitativo signo de interrogación con que termina el título) a propósito de la caída del comunismo, implicando con ello que la historia de la humanidad es en realidad la de la lucha de la democracia contra la tiranía, no sólo naufragaron porque otras rivalidades sustituyeron a la del comunismo con la democracia, sino porque el dominio (numérico) global de las democracias frenó su crecimiento, e incluso según algunos observadores está en retroceso. Un gráfico muy expresivo de lo que está ocurriendo es el de la figura 1, compilado por The Visual Capitalist

con datos proporcionados por V-Dem Electoral Democracy Index 2010-2022. Aunque las cifras concretas puedan ser disputadas porque con ligeras variaciones de los criterios utilizados pueden resultar distintas, es evidente que, siendo los criterios empleados homogéneos año tras año, aunque los valores absolutos del eje de ordenadas puedan ser diferentes, la tendencia es innegable.
Obsérvese que la fecha en que Fukuyama revolucionó el mundo académico con su ensayo y después con su libro “The End of History and the Last Man” fue 1992. En ese momento el crecimiento de las democracias (y concomitante decrecimiento de las no-democracias) prometía alcanzar el 100% en apenas unos pocos años más. La detención del crecimiento vino justo después, pero Fukuyama no podía haberlo adivinado.
Veinte años más tarde explicaba el incumplimiento de su vaticinio de la victoria de la democracia con estas palabras: "La principal virtud de la democracia es la falta fundamental de una alternativa coherente. Esa es la cuestión que traté de abordar en mi libro El fin de la historia, allá por 1992. No se trataba de argumentar que la democracia triunfaría necesariamente en todas partes, y ciertamente no en la próxima generación. Se trataba de explorar la cuestión de si había otro sistema político coherente, estable y floreciente, además de la democracia. Y yo simplemente no veo eso en el mundo. Lo que significa que, al final, la gente tendrá que volver a la democracia, si quiere tener prosperidad económica, si quiere libertad individual, si quiere tener seguridad. Creo que esto es lo que puede darnos más esperanza de que, a largo plazo, habrá un retorno a la democracia en todo el mundo”.
Llamemos en nuestra ayuda otro estudio. El respetado instituto Freedom in the World (FiW) publica todos los años un análisis de las tendencias en el mundo a propósito de la democracia. Desafortunadamente para nuestros fines los estudios de FiW tienden a dividir las naciones del mundo en tres grupos, en vez de dos: “democráticas”, “parcialmente democráticas” y “no democráticas”, lo que dificulta el análisis de sus conclusiones, pues las razones de poner a una la etiqueta de “parcialmente democrática” pueden ser muy variadas, y aquí estamos específicamente interesados en los autócratas, también llamados hombres fuertes (strongmen, frecuente en la lengua inglesa [1]) o, más crudamente, tiranos.
Son aquellos que, en su propia opinión y la de sus fanáticos, son necesarios para que, sin enfrascarse en discusiones ni votaciones, se ocupen valientemente del futuro de la patria, de preservar la raza – objetivo de infausta memoria - de reducir el número de los pobres y oprimidos, de acabar con el crimen organizado, de evitar el dispendio de la riqueza nacional, de tantas cosas en fin que parecen tan difíciles de combinar con una mera administración honrada y decente, que acaban conviertiéndose en un objetivo único y que por tanto engulle a todos los demás con resultados desastrosos… pero que muchas veces no se hacen patentes hasta después de la desaparición de ese hombre providencial.
Pero volviendo a la tendencia mundial, FiW constata un virtual empate entre el número de naciones cuyo estatus ha mejorado (de parcial a democrático, o de no-democrático a parcial) con los que han descendido (34 y 35 respectivamente) lo que confirma la estabilidad en los números que aparecen en la Figura 1 en los últimos 3 ó 4 años. Por cierto que entre los descensos mencionados en el estudio destaca el singular caso de una nación tratando de imponer la no-democracia a otra (Rusia a Ucrania, como sabemos). Todos los demás descensos lo han sido por acciones internas, siendo los golpes de estado la forma más dramática, pero la paulatina conversión a base de apoderarse y corromper los distintos mecanismos del poder es la más frecuente.
Cuántas clases de democracia hay
Pero, ¿de qué o quiénes se compone el designador colectivo ”democracia” (y su antitético “no-democracia”)? El designador ”democracia” se volvió tan prestigioso después de la II Guerra Mundial que hoy parece un término obligado para la autodescripción de cualquier clase de gobierno, desde el más devoto a sus principios básicos hasta las dictaduras más sanguinarias. Naturalmente, tanta proliferación significa que muchos se han visto obligados a añadir otro calificativo para identificar la variante de la que se trata o para añadirle personalidad. Uno de los más populares ha sido el de “popular” (si se me permite la cómica redundancia que trae a la memoria el Frente Popular de Judea, el Frente Judaico del Pueblo, y sus hilarantes variaciones de La vida de Brian de los Monty Python), que trae incluida la redundancia adicional de que democracia viene del griego dêmos ‘pueblo’ (y krateîn ‘gobernar’) y la palabra popular del latín populus ‘pueblo’, con lo que la clarificación que se pretende al adjetivar queda al menos tan brumosa como antes (gobierno del gobierno del pueblo popular, sería más o menos la traducción a lengua moderna de “gobierno democrático popular”). Sin embargo (¿o tal vez gracias a ello?) este designador ha hecho fortuna entre regímenes comunistas que se quieren hacer pasar fraudulentamente por democráticos. El caso de la República Democrática Popular de Corea, o sea la cosa común de gobierno del pueblo popular de Corea, es paradigmático en este sentido no solo por lo elaborado del nombre sino sobre todo por la sideral distancia ente la realidad y la ficción que el nombre trata de invocar.
Otro adjetivo diferente que tuvo más fortuna, al menos desde el limitado punto de vista semántico, fue el de democracia orgánica, usado en la España de Franco, pues sugería la idea de que la voluntad popular se expresaba a través de una cierta estructura orgánica, evidentemente lograda en ausencia de partidos políticos (o en presencia de uno solo, según se considere). En todo caso, entonces como ahora estaba claro que no era una genuina democracia, y desde luego las elecciones no formaban parte de esa organicidad.
Más chocante aún es la designación de democracia soberana (суверенная демократия) utilizada por el putinismo, que no creo que ni su teórico, Vladislav Yuryevich Surkov, ni Putin mismo sepan exactamente qué quiere decir, más allá de ser una mentirosa proclamación de que es una democracia que no se presta a comparación con otros modelos menos soberanos, tal vez porque piensan que ello sería tanto como admitir que los “decadentes europeos” tienen el estándar de medida democrática. Y además porque suena bien en el pretendido contexto de devoción nacionalista e histórica.
Otros calificativos que se ven a menudo son:
Democracia directa, donde no se eligen representantes, sino que el pueblo elige directamente al poder ejecutivo, o donde los referéndums son de uso frecuente. Apta sólo para pequeñas comunidades, pero frecuentemente empleada por autócratas.
Democracia representativa, parlamentaria o constitucional. Básicamente los tres designadores se aplican al mismo sistema (elección por el pueblo de representantes, que son quienes elaboran las leyes y eligen al poder ejecutivo). Los diferentes adjetivos tratan de subrayar pequeñas diferencias, pero todas ellas son homologables.
Democracia presidencial o presidencialista. Cuando el poder ejecutivo (el presidente, quien libremente elige su gobierno) es elegido por sufragio universal, y los miembros del poder legislativo lo son de manera independiente, incluso en un período electoral separado en el tiempo, frecuentemente por jurisdicciones, distritos o circunscripciones. La parte presidencial de la elección frecuentemente se hace por el sistema de doble vuelta, algo aparentemente muy atractivo, pues trata de combinar la exhibición de rivalidades y diferencias en la primera ronda, con las posibles afinidades en la segunda, pero que en otros sistemas, como el parlamentario, no se presta a ello por razones de practicidad, aunque frecuentemente se sugiere como un remedio a las dificultades que presenta un número excesivo de partidos.
Democracia federal. Sin más significado que subrayar que se trata de una nación organizada de manera federal, pero no afecta a lo democrático de sus leyes y usos, que dependen de otros factores.
En fin, visto el escaso éxito de los adjetivos para promover las seudo-democracias a la consideración de democracias plenas, o incluso el poder explicativo para distinguir los distintos modelos de las auténticas, la comparación numérica entre democracias y no-democracias habrá que entenderla como entre democracias representativas (lo que en principio incluye las presidenciales y parlamentarias, al menos) y las demás, llámense como se llamen. El factor principal que debe guiar esa distinción no es la mera existencia de elecciones, pues es fácil ver cómo las no-democracias, en una involuntaria admisión de inferioridad respecto a las auténticas, frecuentemente recurren a simulacros de elecciones para dar una pátina de verosimilitud a su particular versión (ya se sabe, la hipocresía es un homenaje que el vicio rinde a la virtud, como dijo el Duque de La Rochefoucauld).
Olvidando, pues, el factor de la existencia de elecciones que pueden ser genuinas, fraudulentas (véanse las varias de Bielorrusia) o fríamente ignoradas si los resultados no son los esperados (véase las presidenciales de Venezuela de 2024) las verdaderas piedras de toque para decidir la autenticidad democrática de un régimen son: que el régimen no sea impuesto, sino que goce de la aquiescencia universal de los ciudadanos; que existan mecanismos de control de los posibles excesos del gobernante (los famosos checks and balances consagrados en la tradición política norteamericana), sobre todo una estructura de justicia independiente y un parlamento que no esté sometido al poder ejecutivo; que se beneficien de ella todos, no sólo los que eligen al gobierno; que haya libertad de prensa (es decir, de poder expresar públicamente una opinión contraria al régimen sin riesgo personal), seguramente lo más importante; y que se respeten los derechos humanos. Todo ello, muy relacionado entre sí, lleva además implícito un factor que no es intrínseco de la democracia, pero que, por visible, cuando falta es el primer síntoma claro de una desviación de ella: que los gobernantes no se eternicen en el ejercicio del poder.
Y una vez nos hemos quitado de encima el problema semántico de la democracia conviene clasificar y ordenar quiénes son esos “demás”, prestando particular atención a su duración.
La eternización del autócrata
Es preciso primero hacer notar que la ausencia de una o varias de esas condiciones (suelen ir enganchadas unas a otras, como cerezas en banasta, así que si falta una faltan varias o todas) para poder ser calificado de demócrata se da en todos los ámbitos de la política tradicional, desde el conservadurismo al comunismo, incluidos los regímenes teocráticos o, sin llegar a ello, de inspiración religiosa. En todos, aparentemente, se dan las tentaciones para que un “hombre fuerte” se haga con el poder prometiendo remediar ciertos males y debilidades propios de la democracia representativa, del imperio de la ley y de la libertad, y se convierten en tiranos. Por si hay alguna duda o tentación de achacar esa inclinación al autoritarismo a uno de los dos lados tradicionales del espectro izquierda-derecha, véanse los colores de algunos de los actuales: de izquierdas (Xi Jingpin, Kim Yong-un, Diaz-Canel, Ortega, Maduro…), conservadores [2] (Putin, Trump, Orbán, Duterte, Bolsonaro…), de inspiración religiosa (Tayyip Erdoğan, Mohamed bin Salman), directamente teocráticos (Ali Jamenei), inclasificables (Modi, Lukashenko) o mixtos (probablemente varios de los citados). Olvidemos, pues, la adscripción política para evaluar a los presuntos tiranos.
Para no remontarnos en exceso en el tiempo, consideremos los gobernantes comúnmente admitidos como autócratas o strongmen desde el año 2000 hasta ahora, señalando, eso sí, que muchos de los considerados llevaban ya en el 2000 algunos años en ejercicio (ver fig. 2). Respecto a los criterios para incluir a un gobernante en la categoría de autócrata, careciendo de reglas precisas sobre el cumplimiento de buenas prácticas democráticas, que como hemos visto antes está sujeto a apreciaciones elásticas, hemos seguido el criterio periodístico, es decir aquellos que son generalmente considerados como tales por los medios. Y por si se escapaba alguno, hemos consultado el ChatGPT que, sorprendentemente para un asunto tan opinable como éste, no rechaza proporcionar una lista de autócratas, que ha resultado en lo principal coincidente con la que tentativamente habíamos compilado, incluso con algunos añadidos, especialmente de los africanos, que suelen pasar por debajo del nivel de detección de la prensa occidental. También el libro de Gideon Rachman The Age of the Strongman [3] ha ayudado en la búsqueda.
Con todo ello se ha compilado una lista de 36 autócratas actual o recientemente en el poder. Nos hemos tomado la libertad de incluir como un solo autócrata aquellos casos de sucesión padre a hijo: el insólito de Kim Il-Sung/Kim Jong-Il/Kim Jong-Un, los de Hafez al-Assad/Basar al-Assad), Camboya (Hun Sen/Hun Manet), Turkmenistán (Saparmurat Niyazov/Gurbanguly Berdimuhamedow/Serdar Berdimuhamedow), los asimilables de la saga cubana (Fidel Castro/Raúl Castro/Miguel Díaz-Canel) y de Venezuela (Hugo Chávez/Nicolás Maduro, su “hijo”), así como Zimbabue (Robert Mugabe/Emmerson Mnangagwa) y alguno más, sobre la razonable base de que para los administrados las sucesiones (por fallecimiento y designación directa, no por turno de poder) en estas autocracias hereditarias no han representado ninguna diferencia.
Las inclusiones más disputables son las de Rodrigo Duterte, Jair Bolsonaro y Donald Trump, ya que son los únicos de la larga lista que han sido depuestos por el democrático procedimiento de celebrar elecciones que eligieron a otro. Pero mientras que Duterte (que de todos modos aceptaba con entusiasmo el calificativo de strongman, al extremo de que en una entrevista siendo presidente presumió de haber disparado años atrás contra un hombre porque había osado insultarle de palabra) tuvo vacilaciones a la hora de dejar el puesto [4], los otros dos no vacilaron: se resistieron activamente a aceptar el resultado. Felizmente los bien engrasados sistemas políticos de sus naciones impidieron que pasaran con pleno derecho a la infame lista de los eternos, pero ciertamente no fue por falta de ganas.
Incluso con los últimos mencionados, que naturalmente rebajan el promedio, la duración media en este momento (26 de los 36 están hoy en el poder, y previsiblemente seguirán algún tiempo) es de algo más de 31 años, y por lo tanto creciendo aunque no crezca el número de autocracias (que sí lo hace aunque de manera más impredecible). Aunque sólo fuera por este dato, la cantidad de sátrapas se puede calificar de poco saludable.
La querencia de los gobernantes por eternizarse en el poder es bien conocida, y solamente vigorosas reglas limitativas son capaces de refrenarla. El anterior presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, famosamente dijo “Los gobernantes sabemos exactamente lo que debemos hacer; lo que no sabemos es cómo salir reelegidos si lo hacemos”. Pero ese es el sabio punto de vista de un político que tiene bien interiorizado que el ser relevado forma parte de los deberes del cargo; el punto de vista de los sátrapas es exactamente el opuesto: seamos reelegidos, y luego ya veremos lo que hacemos.
En Estados Unidos, hasta ahora modélico en este aspecto, la vigésimo segunda enmienda a la Constitución (1951) limitó el número de mandatos de una persona a dos, sean consecutivos o no, y ello fue como directa consecuencia de la prolongada presidencia de Franklin D. Roosevelt, que ganó hasta una cuarta elección desafiando una regla no escrita que se atribuye al mismísimo padre de la patria George Washington. El proceso de aprobación de la enmienda comenzó en 1947, sólo dos años después del fallecimiento de Roosevelt en ejercicio de su cargo. Teniendo en cuenta que nadie, durante ni después, le acusó de tiranía ni de falta de democracia, está claro que un exceso de duración en el cargo fue percibido como un problema en sí mismo, sin necesidad de ser acompañado de otras malas prácticas. Francia, más recientemente (2008) introdujo también la regla de un máximo de dos mandatos consecutivos, sin que tampoco haya habido un exceso antidemocrático reciente en este aspecto.
Aún más restrictivos que estos dos ejemplos, México, Filipinas y Brasil tienen la regla de un solo mandato, 6, 6 y 4 años respectivamente (aunque en el caso de Brasil se puede repetir con tal de que no sea consecutivo).
Hay que señalar que las reglas restrictivas no se limitan a los casos mencionados, Otros muchos las tienen en sus constituciones o documentos de similar importancia. Simplemente el aspirante a tirano se aplica a sortearlas, mientras asegura que es por el bien de la nación. Uno de los casos más imaginativos es el de Putin, quien en 2008, habiendo cumplido el límite de dos mandatos (entonces de cuatro años) dejó la presidencia para convertirse en primer ministro, mientras hacía presidente a su anterior viceprimer ministro, Dimitri Medvedev. Nadie se sorprendió cuando cuatro años más tarde Putin recuperó la presidencia y nombró primer ministro a Medvedev, para seguidamente extender la


Figura 2. Fuente: elaboración propia
duración de los mandatos presidenciales a seis años, y arrogarse un cuarto mandato de 2018 a 2024. No sólo eso, sino que con la excusa de que las nuevas reglas se establecieron formalmente en 2020, la cuenta según él empieza en ese momento de cero, así que habiendo sido elegido de nuevo en 2024 “legalmente” podría seguir dos términos más, hasta 2036, acercándose pero sin superar al récord absoluto que, descartando herencias, parece estar en manos de Teodoro Obiang-Nguema de Guinea Ecuatorial, con…¡46 años en el cargo! Eso si Putin logra la proeza de superar las inevitables dudas que sus fechorías empiezan a suscitar en su amado pero sufrido pueblo, como el incidente de la abortada sublevación de la milicia Wagner pareció indicar, por no hablar de la conscripción para una perfectamente evitable e inicua guerra y lo desigual de la recluta, desigualdad que va por nacionalidades dentro del imperio, y por la guerra en sí y su impacto en la economía, que como de costumbre evidenciará sus peores efectos cuando ya no esté él para que se le exijan cuentas. Idéntico camino parece seguir Nayib Bukele, presidente de El Salvador, con el no menos original sistema de pedir unas vacaciones los últimos meses de su primer mandato para sortear la prohibición constitucional de dos seguidos y presentarse a un segundo, ganarlo, y seguidamente alterar la constitución para no volver a tener la incomodidad de tener que salvar semejante obstáculo.
Una peculiaridad de la lista es que la gran mayoría de los autócratas en ejercicio en el momento, votaron en contra, se abstuvieron o deliberadamente se ausentaron de la votación del 24 de marzo de 2022 en la Asamblea General de las Naciones Unidas en la que se exigía a Rusia el cese inmediato de sus hostilidades contra Ucrania (el resultado general fue 140 a favor, 5 en contra y 38 abstenciones, más 10 ausencias “tácticas”). Teniendo en cuenta la escasa relación geopolítica con Rusia de la mayoría de los detractores de la resolución condenatoria, ello nos habla de la curiosa afinidad de los autócratas entre sí, y es una nueva demostración de que la adscripción ideológica es solo instrumental, lo que cuenta es la persona.
Una parte de la explicación tal vez sea que lo que tomamos por atracción mutua es en realidad un compartido aborrecimiento por el enemigo común, la democracia. El hacer causa común contra lo que denuncian como decadencia, incluso degeneración, parece que les refuerza mutuamente. Los Estados Unidos, como defensor hasta ahora más notorio y poderoso de la democracia, solía suscitar la animadversión de todos los tiranos, lo que en cierto modo disfraza de consideraciones geopolíticas lo que no es sino hostilidad compartida. Desafortunadamente esto también está cambiando, con una perceptible reducción de la honrosa hostilidad de los demás tiranos, que los EEUU sufrían.
Otra parte reside también en que, como lógica consecuencia de los principios autocráticos, exigen al resto del universo que no interfiera en sus asuntos internos. Esta posición solamente es respetada por aquellos de su mismo credo, pues los que no lo son critican, para irritación del autócrata, su nulo respeto por los derechos humanos, o la falta de libertad de prensa, que se extiende fuera de las fronteras y a menudo afecta negativamente a los países democráticos. No sólo eso, cuando los autócratas necesitan de la colaboración y ayuda de otros para ejercer el férreo control interno que necesitan para mantener su régimen, naturalmente se vuelven a otros autócratas que comprenderán sus necesidades. Es por ejemplo el caso del tirano de Bielorrusia, Alexander Lukashenko, que pidió ayuda a Putin con ocasión de las revueltas que marcaron su sexta “reelección”, ayuda que obtuvo financiera y política, y que está siempre dispuesto a devolver el favor, sea aceptando el depósito de armas nucleares, sea haciendo de mediador con el díscolo Yevgeny Prigozhin para resolver la crisis que amenazaba a su mentor Putin, o aún más grave, permitiendo que las fuerzas rusas ataquen a Ucrania desde Bielorrusia.
La mutua admiración es tal vez la parte más digna de examen siquiátrico de esta afinidad. Históricamente es conocida la admiración que Adolfo Hitler tenía por Mussolini, y la devoción de éste por aquél. Pero volviendo al presente, ello nos permite confirmar la selección de los personajes gracias a los peculiares elogios que se dirigen unos a otros, Uno de los más reveladores lo dirigió Putin a Bolsonaro en 2020: “Usted expresa las mejores cualidades varoniles”. Trump es sabido que en varias ocasiones ha elogiado a Kim Yong-Un (inteligente, fuerte y capaz), a Tayyip Erdoğan, con el que dijo que “hacían un trabajo fantástico juntos”, y a Putin, aparentemente más sinceras por lo presuntamente inconveniente del momento, ya que varias de ellas fueron después de su primera presidencia y con ocasión del asalto a Ucrania (brillante, fuerte, un genio, lleno de sentido común…). Obsérvese cómo entre ellos abunda la glorificación del machismo, más que la de la inteligencia, no digamos de la bondad. Porque todo ello no son valoraciones más o menos subjetivas, sino manifestaciones de adoración mutua de los hombres fuertes en ejercicio, tentación para los hombres fuertes en potencia, y, más relevante en esta discusión, la confirmación indudable de su buen juicio para los votantes que creen que un hombre dotado de excelsas cualidades es la mejor opción para, según los casos, salvar la patria, preservar la raza o igualar las clases sociales, mientras – ilusión de ilusiones – garantiza la estabilidad.
Es frecuente que los tiranos se hagan tales con el tiempo. Sin ignorar el número de los que han accedido por medio de un golpe de estado, e incluso algunos de estos, comienzan su mandato sin muestra alguna de caudillismo, exhibiendo maneras impecablemente democráticas. Es con el tiempo, como arguye Rachman en el libro citado, cuando van adquiriendo los caracteres tiránicos. Ello suscita la pregunta de si los caracteres que adornan al tirano en realidad no eran innatos, sino que se adquieren con la excesiva duración en el mando.
Y es importante la disquisición porque, de todas las alarmantes características de los autócratas la que destaca es su perpetuación en el cargo. Las demás (restricción de las libertades civiles, amordazamiento de la prensa, mediatización de la justicia, sustitución de la Ley por la voluntad del tirano, corrupción, nepotismo, reemplazo de las conveniencias nacionales por sus afinidades personales…) todas ellas merecedoras con razón de la atención de analistas como los mencionados al principio, son reversibles, pero los años que ellos pasan en el cargo dejan una huella irreversible en su nación, y ello no parece recibir una consideración comparable. Y sin embargo, esa es precisamente la causa y origen de todo: las trampas, la perversión de las leyes, el favorecer a afines y devotos en perjuicio de la mayoría, todo es exclusivamente con el objeto de empujar más allá el duro momento de la salida, de dejar el trono dorado y tal vez enfrentarse en la Corte Penal Internacional con peticiones de cuentas de los perjudicados con sus arbitrariedades, como Duterte, con el duro exilio como Basar el Assad y, con venganzas más violentas, como Saddam Hussein y especialmente El Gadafi. Es por ello por lo que es meritorio lo que hicieron EEUU en 2020 y Brasil en 2022 al no someterse, y es también por ello por lo que todas las naciones deben prestar atención al primer síntoma de un tirano en potencia: buscar la extensión de su mandato más allá de lo aceptable. Cuando ya lo ha conseguido, ese tirano en potencia empieza a adquirir todas las peores características del tirano efectivo, y ya no hay marcha atrás, se hace muy difícil extirparle.
Donde crecen (y se reproducen) con más facilidad las autócratas
La reciente democión, violenta y fulminante, del tirano de Siria Basar el Assad, aunque haya sido sólo con rumbo al exilio, habrá sin duda hecho encoger el corazón de otros compinches, como Maduro, Díaz-Canel, Ortega o Lukashenko, que además de ejercer similar tiranía (aunque lo que ha trascendido de la prisión de Saydnaya en Siria eleva tan considerablemente el listón de lo que puede alcanzar la crueldad humana que hace difícil que otros tiranos lo alcancen) tienen en común con Assad la dependencia en mayor o menor medida de la protección del tirano número uno, Vladimir Putin. Todos habrán meditado sobre el hecho de que, ocupado en otros más ambiciosos pero no menos crueles menesteres, como invadir un país vecino o hacer asesinar a sus enemigos políticos tirándolos por la ventana como un moderno Tiberio o aplicándoles exóticos venenos como polonio o novichok, el indispensable protector no ha podido o querido acudir a la defensa del sirio, sino meramente ofrecerle alojamiento. Con ello, los fantasmas de un exilio, indeseado por dorado que sea, estarán ya seguramente atormentando las noches de los citados y algunos más. Aunque, si bien se mira, el mucho más trágico fin que no hace tanto tiempo encontraron otros predecesores de similares mañas, como Saddam Hussein o Muamar el Gadafi, no parece haber sembrado razonables dudas en sus mentes a la hora de comenzar la carrera de tirano, así que el ejemplo actual tal vez no ejerza los saludables efectos que debiera. Ciertamente no los ha ejercido en el nuevo “hombre fuerte” que se incorpora a esas detestables filas, el georgiano Mikheil Kavelashvili (aún no en nuestras listas por demasiado reciente).
Decíamos que la mayoría de los tiranos se hacen no a través de golpes de estado, sino de una elaborada resistencia a abandonar el poder, lo que inevitablemente incluye como herramienta la perversión de los mecanismos que las democracias – si hacen honor a su nombre y no es éste un mero adorno dialéctico de un régimen ya tiránico de origen, como en el caso extremo de la República Popular Democrática de Corea del Norte – que están pensados precisamente para evitar el abuso del poder, como la prensa libre, las instituciones judiciales, o los parlamentos elegidos por votación popular. La indebida extensión del mandato, generalmente prohibida por la constitución respectiva, sólo es posible de llevar a cabo desactivando esos controles, particularmente la libertad de opinión, pues una prensa libre pronto pone de manifiesto las tropelías del aspirante a tirano, exponiendo así a la opinión pública sus ilegales aspiraciones.
Este razonamiento pide, y es lo que vamos a tratar de resolver en esta parte del trabajo, identificar cuál es el caldo de cultivo que favorece, no ya la aparición de tiranos en potencia, pues casi cualquier político lo es, convencidos como siempre están de estar “en el lado correcto de la historia”, de lo beneficioso de su mandato para sus gobernados, y de lo apreciado por ellos, sino el que estos encuentren las condiciones para prolongar esos mandatos más allá de los límites que marcan sus respectivas constituciones o el mero sentido de la decencia política.
El primer factor que viene a la mente como influyente en la eventual aparición del tirano es el del sistema de elección de la primera figura política de la nación. Aunque hay tantas clases de organizaciones democráticas como naciones, pues no hay apenas dos idénticas, antes hemos tratado de sistematizarlas. Y, entre los sistemas democráticos (dejando a un lado las tiranías desnudas y evidentes) dos modelos principales vienen a la mente: los llamados sistemas presidencialistas, que son aquellos cuya principal figura política es al mismo tiempo el Jefe del Estado, y es elegido por votación popular en proceso separado de la elección de los representantes del pueblo en una o dos cámaras legislativas; o los llamados sistemas parlamentarios, en los que la votación popular elige a sus representantes en el Parlamento, quienes a su vez eligen a quien va a conducir la política, generalmente llamado Primer Ministro (aunque en España inusualmente se le llama Presidente del Gobierno, lo que, aunque semánticamente correcto, produce confusión por lo infrecuente, habiendo visto cómo a nuestro “primer ministro” se le ha llamado muy incorrectamente “Presidente de España”, sin que por cierto el aludido parezca haber protestado). Estos últimos sistemas, aparentemente más complejos, son o bien Monarquías, en las que el Jefe del Estado es un puesto hereditario, o Repúblicas parlamentarias, en las que habitualmente el Presidente de la nación es un puesto de representación con escaso contenido político, a menudo un político veterano rescatado del retiro, y el verdadero hacedor de la política es, como en las Monarquías, el Primer Ministro.
En ambos modelos, parlamentario o presidencialista, pero especialmente en este último, existen una multitud de variantes, con Presidentes de República a veces con plenas atribuciones ejecutivas, otras meramente las de disolver el Parlamento y llamar a elecciones, o, en el otro extremo, un Jefe de Estado puramente nominal sin intervención alguna en la vida política de la nación, como ocurre en ciertos países de la Commonwealth, que conservan en ese papel al Rey de Inglaterra (a través de un Gobernador por él nombrado) como un adorno que tras la independencia está a voces pidiendo ser abolido, lo que ya ha sucedido en varios casos.
Pues bien, desde el punto de vista de una eventual conversión de democracia a autocracia parece que el factor parlamentario/presidencial podría ser relevante. Ambos modelos, es preciso subrayarlo, incluyen en principio libertad de prensa, sistema judicial independiente, y estructuras legislativas no sometidas al poder ejecutivo, por lo que no se puede sin otros datos adjudicar mayor caché democrático a uno que a otro. Baste citar como democracias presidencialistas a Francia [5] y Estados Unidos, ambas naciones frecuentemente presentadas como modélicas en este sentido; y como ejemplos de democracias parlamentarias las Monarquías europeas, igualmente intachables. Pero la diferencia estructural puede hacer uno de los dos modelos más frágil que el otro, y esto es importante para predecir la resiliencia frente a la reducción de libertades que el ascenso de un autócrata siempre implica.
Así pues es preciso ahondar más en busca de qué hace a una democracia más propicia a ser subvertida por el aspirante a tirano. Para ello hemos tomado la lista eleaborada por la Economist Intelligence Unit (EIU) de la muy reputada revista The Economist, que publicó el “Democracy Index 2023 – Age of Conflict” [6], donde se encuentra una lista (págs 9 a 13) de 167 naciones ordenadas por el índice democrático, obtenido a su vez de la combinación de cinco factores: proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política, y libertades civiles. Las puntuaciones resultantes tienen un máximo de 10, y divide a las naciones así escalafonadas en cuatro grupos: democracia plena, que son las puntuaciones entre 8 y 10 (24 naciones); democracia defectuosa, entre 6 y 8 (50); régimen híbrido, de 4 a 6 (34); y autoritarios, por debajo de esa puntuación (59).
De esa tabla hemos tomado las naciones de los tres primeros grupos, ya que las que son ya declaradas víctimas de regímenes autoritarios carecen de interés prospectivo (o sea, que su futuro es, como el presente, ya negro como el carbón), y hemos adjudicado a cada una el carácter de “parlamentaria” (color azul en la figura) o “presidencial” (color rojo), curiosamente en números razonablemente equilibrados, 60 los primeros y 48 los últimos. Esta última categoría es más variada, pues como hemos dicho existen diversos tipos de sistemas presidenciales, pero hemos considerado que caben en este cesto todos los que no son claramente parlamentarios, que es un sistema que admite menos variedades, la más visible de las cuales ya hemos mencionado que es monarquía/república, que parece irrelevante a nuestros efectos.

Figura 3. Fuente: elaboración propia
El gráfico resultante habla por sí mismo sin necesidad de listar en el eje de abscisas los nombres de las naciones (omitidos por razón de espacio, pero accesibles en la publicación del EIU; para el curioso, España es el número 24, última del primer grupo). La densidad de columnas rojas presidencialistas es claramente creciente conforme descendemos en calidad democrática. Reducido a números, los regímenes presidencialistas (que son el 44% del total) forman el 17% del primer grupo (democracia plena) de este escalafón de la democracia, el 34% del segundo (democracia defectuosa), y nada menos que el 80% del pelotón de la cola democrática. En otras palabras, las democracias presidencialistas son estadísticamente mucho más susceptibles al deterioro de las libertades básicas que las (sólo aparentemente) más frágiles democracias parlamentarias puras.
Habrá que preguntarse el porqué. Más importante, habrá que preguntarse qué oscuros designios mueven a ciertos partidos políticos a abogar hoy en día, ya bien avanzada la historia de la democracia, por la implantación de un régimen presidencialista en reemplazo de vetustas pero eficientes y democráticas monarquías parlamentarias, invocando a menudo las dudosas virtudes de la segunda vuelta electoral, impracticable en el parlamentarismo.
Podrá decirse que este ejercicio es irrelevante, porque los tipos de regímenes (casi) nunca se cambian, y la nación que ha nacido presidencialista así permanecerá, igual que las que han llegado tras una prolongada evolución al sistema parlamentario no lo cambiarán fácilmente a pesar de los deseos de algunos partidos radicales. Pero el aviso de que los presidencialistas están en zona frágil puede suscitar la adopción de reglas defensivas. Por ejemplo, ya hemos mencionado que Francia recientemente redujo la duración de sus mandatos presidenciales de siete a cinco años, y algo menos recientemente Estados Unidos limitó el número de mandatos de una persona a dos de cuatro años, sean o no consecutivos. Otros tienen semejantes salvaguardas desde hace mucho más tiempo, como México, que lo tiene limitado a uno, o Brasil, que permite la repetición con tal de que no sea consecutiva, lo que puede parecer poco limitativo pero que es eficaz frente a la querencia del autócrata a perpetuarse, pues rompe sus planes que por necesidad son plurianuales y requieren continuidad (aunque le permite poner minas en el camino de su sucesor confiando en ser el sucesor del sucesor).
Porque, dicho ya antes de pasada, mientras que los regímenes parlamentarios en general se han forjado a través de experiencias y cambios, los presidenciales tienen la historia más corta, y dos orígenes principales: la imitación a los Estados Unidos, el precursor continental, por la mayor parte de las repúblicas hispanoamericanas que adquirieron la independencia de la Corona española durante el siglo XIX, es decir poco después de la norteamericana, y el no menos considerable número de naciones africanas, antiguas colonias francesas independizadas, que imitaron a su metrópoli.
Y aunque sea un ejercicio de melancolía, cuando España en 1968 concedió la independencia a Guinea Ecuatorial (a pesar de que el entusiasmo por la independencia de sus habitantes, especialmente los de la etnia bubi, era francamente descriptible) le preparó con libérrimo cuidado una constitución que incluía la posibilidad, casi la obligación, de partidos políticos (entonces prohibidos en España), un sistema republicano (la palabra República no se podía pronunciar en la metrópoli) y, más próximo a lo que aquí se discute, un régimen presidencialista, que dio lugar primero a los excesos de Francisco Macías Nguema, y tras su democión y ejecución por su sobrino Teodoro Obiang Nguema, a la dictadura de éste, la más longeva del mundo, 46 años ya de presidencia sin oposición (si no contamos las hereditarias, como la de Kim Il-sung, Kim Jong-il y Kim Jong-un). Especular sobre cuál habría sido el devenir de Guinea Ecuatorial si se le hubiera dado un régimen parlamentario es, como decimos, ya inútil, pero iluminador. Pero el régimen de España no estaba entonces para tales exquisiteces, o peor, sí lo estaba y esa era precisamente la razón de la preferencia por lo presidencialista, en la estulta creencia en las bondades de la autocracia.
Y para consolarnos de esa melancolía pensemos que tal vez, sólo tal vez, nuestro sistema parlamentario con un Rey como Jefe del Estado nos está librando de tentaciones, no digamos intentos, insanas.
Hoy aún hay quien no percibe o cierra los ojos a las querencias autocráticas de más de un mandatario en régimen presidencial. Algunas son sutiles, otras notorias e incluso violentas. De estas últimas, el asalto al Capitolio en Washington del 6 de enero de 2021, o la imitación de semejante atentado con el asalto el 8 de enero de 2023 a la Plaza de los Tres Poderes en Brasilia, ambas en definitiva ineficaces, pero que dejaron en muchas bocas el gusto por lo violento y las ganas de repetirlo. ¿Casualidad que ambos asaltos se hayan dado en regímenes presidencialistas?
De las más sutiles estos días estamos viendo algunas: el siempre sorprendente Presidente Trump, sedicente adalid de la libertad de expresión, fracasado en su intento de prolongar su anterior mandato, ha comenzado a coartarla en éste por el procedimiento de prohibir de manera indefinida el acceso a sus sesiones con la prensa en el Despacho Oval a aquellos medios que no han obedecido su banal y arbitraria orden de rebautizar el hasta ahora Golfo de México (de momento nada menos que Associated Press), o influir para descabalgar a éste o aquél humorista de televisión demasiado irónico con su persona. Es poca cosa, admitámoslo, desde el punto de vista de las libertades básicas y el freno que tal medida representa para el ascenso del autócrata. Pero ello, y su desinhibida costumbre de expresar antipatías, incluso odio, por los medios de prensa que no le son favorables, como ha sido el caso de The Atlantic, sujeto pasivo del escándalo conocido como Signalgate; o la persecución de sus enemigos políticos, de los que la lista es demasiado larga para incluir aquí, y cuyo más reciente caso al escribir esto es el del antiguo Director del FBI, James Comey, que descubrió la influencia rusa en las primeras elecciones ganadas por Trump, nos permite predecir otras arbitrariedades en esa estela, siempre crecientes, coartando la libertad de los que no le sigan ciegamente. Aún más llamativos son sus ademanes autocráticos en medidas económicas, para las que parece no consultar con nadie, o tal vez sólo con serviles “yes, sir”. Ello, y ciertas imprudentes referencias a que la limitación constitucional de dos mandatos sólo se aplica a mandatos consecutivos (completamente falso, pero insiste y no ha desvelado cómo piensa conseguir saltarse la prohibición) están ya despidiendo un aroma: el autócrata asoma.
El futuro
A la espera de lo que ocurra con los candidatos a autócrata más recientes, una inspección de lo dicho hasta ahora nos dice que de estos 38 más notorios hombres fuertes:
Sólo dos (Hungría e India) pertenecen al grupo de los elegidos por el Parlamento.
Tres terminaron su mandato por no haber sido reelegidos.
Dos fueron asesinados o ejecutados; y
Siete fueron depuestos o de otro modo obligados a dimitir.
Teniendo en cuenta que seis fallecieron de muerte natural (cuatro de ellos, increíblemente en un sistema que se dice democrático y no monárquico, dejando como heredero a su hijo) la estadística de todo esto nos dice que:
Las probabilidades de eternizarse del aspirante a autócrata son muy buenas, con un 70% de las autocracias modernas sobreviviendo sin aparente obstáculo, por lo menos hasta el día de hoy.
La práctica totalidad de ellas proceden al grupo de las democracias presidenciales.
Con solo dos que encontraron un final trágico, o tres si se quiere añadir al que ha acabado en manos del Tribunal de La Haya (Duterte), el “trabajo” parece muy seguro: tienen un 92% de probabilidades de morir pacíficamente en el cargo, o al menos exiliados y en la cama.
Las tentaciones por lo tanto de emprender la carrera de autócrata son irresistibles. Pocos son los casos de los que, teniendo o entreviendo la oportunidad de eternizarse, siguen virtuosamente los pasos de personas como Lucio Quincio Cincinato, que según la leyenda por dos veces renunció al puesto de dictador para volver a su granja, dejando su nombre para ejemplo de la posteridad a la ciudad norteamericana de Cincinnati. O de don Estanislao Figueras, primer presidente de la Primera República española, que tan solo a los cuatro meses de estar en el cargo dimitió con estas hermosas palabras: “Señores, ya no aguanto más, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros” (uno no puede por menos de sentir simpatía por un personaje que se expresa de manera tan clara). Y es preciso añadir en estos tiempos, también dentro de la política española, al presidente Aznar, que renunció a presentarse tras dos exitosos mandatos, halagüeñas posibilidades de un tercero, y ningún obstáculo legal para intentarlo.
Hay, pues, que prepararse: en vista del éxito para ellos esperable, y siguiendo el ejemplo del más notorio y hábil de todos ellos, Vladimir Putin, cabe esperar que el número de “hombres fuertes”, autócratas o tiranos, siga aumentando en el próximo futuro. No solo no les faltarán deseos, también tienen ejemplos para aprender los métodos, y hasta doctrina. No olvidemos lo que dijo Tayyip Erdoğan: “la democracia es como un tranvía, útil para llegar al destino y luego se abandona”.
Las democracias en riesgo; la urgencia de limitar mandatos en las parlamentarias
Habiendo visto que los sistemas presidencialistas son más susceptibles a su conquista por un tirano, es preciso ahora estudiar por qué sucede esto. Para ello haremos un resumen de las fortalezas y vulnerabilidades de ambos sistemas (sólo desde el punto de vista de la resistencia a la eternización del aspirante a autócrata), que podría ser así:
Fortalezas y vulnerabilidades
Sistemas presidencialistas
Fortalezas:
El presidente está sujeto a la fiscalización de un legislativo elegido por separado, con mandatos que no siempre coinciden (las mayorías políticas que se forman en distintos momentos suelen ser diferentes).
Casi siempre existe una limitación constitucional en duración y número de mandatos.
Vulnerabilidades:
El presidente concentra la máxima autoridad ejecutiva y representativa. Se convierte en figura indispensable y sin rival visible, lo que hace que la tentación autocrática esté al alcance de la mano.
Sistemas parlamentarios
Fortalezas:
Por encima del jefe de gobierno existe una autoridad superior (monarca o presidente) que, aunque frecuentemente sólo es representativa y con poderes limitados, puede llegar a bloquear un intento de perpetuación, concitando con su autoridad el apoyo necesario para hacer fracasar los planes del aspirante a tirano.
Vulnerabilidades:
Los mandatos no están limitados en número, sólo en duración, que puede ser acortada a conveniencia del jefe del gobierno (naturalmente en busca de maximizar las probabilidades de repetición). Pueden ser por tanto encadenados sin violentar la constitución.
Al ser el órgano legislativo quien elige al jefe del gobierno, la fiscalización que ejerce sobre él (sea uni- o multi-partidista) es muy débil, pues la mayoría de los parlamentarios son por definición sus partidarios (le eligieron), y no suelen cambiar de afiliación o apoyo a mitad del mandato. Incluso si son de varios partidos, se sienten atados al jefe del gobierno por los acuerdos previos.
Como se ve, no todas las fortalezas y debilidades son imagen especular del otro sistema, lo que obliga a analizar qué hace al sistema presidencialista menos resistente al asalto del autócrata, y qué fortalezas podrían ser mutuamente exportables. Para ello, conviene observar tres casos paradigmáticos, de ideologías muy diferentes y sistemas políticos distintos, pero que han usado similares mecanismos para subvertir las reglas existentes y así permanecer: se trata de Viktor Orbán (Hungría), Recep Tayyip Erdoğan (Turquía), y Nayib Bukele (El Salvador). El primero es uno de los pocos sistemas parlamentarios, no diferente de los que imperan en Europa occidental, y su partido, Fidesz, de ideología conservadora; el tercero es presidencialista, como es el caso habitualmente en Centro- y Sudamérica, sostenido por el partido Nuevas Ideas, populista y totalmente sometido a su jefe y fundador; y el segundo nos ilustra precisamente sobre la transición de un régimen parlamentario a otro presidencialista (o más bien directamente autocrático) con el mismo protagonista al mando, siempre apoyado por su partido AKP (“Justicia y Desarrollo”).
Los tres llegaron al poder por medios estrictamente democráticos, con abundante mayoría electoral y el apoyo de sus respectivos partidos (2010, 2003 y 2019 respectivamente). Pronto utilizaron esas contundentes mayorías para introducir cambios constitucionales reforzando las atribuciones de su cargo, en el caso de Orbán directamente favoreciendo a su partido, Fidesz, para solventar la eventualidad de que en el futuro perdiera su mayoría, y reduciendo la dación de cuentas al parlamento, de una semanal a una cada tres semanas. Las reformas constitucionales se llevaron a cabo en Hungría (2011) y El Salvador (2021) con notable celeridad; en Turquía llevó más tiempo (2017, en este caso ayudadas por el fracaso del golpe de estado del año anterior) pero fueron de enorme alcance: el cargo de primer ministro fue abolido, el presidente, que concentra las funciones de jefe de estado y de gobierno, controla el consejo de jueces y fiscales, prácticamente escapa al control del parlamento, en parte porque las elecciones presidenciales y legislativas se celebran juntas cada cinco años, y, muy importante a los efectos de este estudio, existen disposiciones que facilitan superar la limitación teórica a dos mandatos de cinco años. No sólo consiguió la inusual hazaña de convertir un sistema parlamentario en presidencialista, sino además poner las herramientas para la deseada eternización en el poder.
Los tres han llevado a cabo lo que se conoce como gerrymandering, es decir, alterar la distribución y límites de los distritos electorales para favorecer a su propio partido; los tres han promulgado leyes que les permiten controlar el sistema judicial, jugando con jubilaciones forzosas, adelantándolas a conveniencia, y reservándose los nombramientos más críticos; todos ellos han establecido controles a los medios, aplicando censura y controlando la narrativa, pero sobre todo mediante maniobras para ponerlos (sobre todo económicamente) en manos de afines. Afines son también los nombrados para puestos intermedios en la administración, aunque por lógica debieran ser profesionales apolíticos. Y todos han creado un enemigo que permite realzar la figura del líder: para Orbán son la Unión Europea (que tilda de disolvente, inmoral y maliciosa) y la inmigración, a la que une las ONGs; para Erdoğan las “amenazas externas”, es decir EEUU, la UE y los kurdos de dentro y fuera; para Bukele los pandilleros, el narcotráfico y en general las conspiraciones internacionales concitadas contra El Salvador. El enemigo, como se ve, no es necesariamente exterior, pero sí debe de ser fácilmente identificable.
Porque el autócrata no aparece cuando la situación política es plácida. Sabe que no persuadiría a nadie de que, sólo con su presencia, los intereses bajen, la economía florezca y el bienestar se imponga. No, cuando la situación es confusa o peligrosa, cuando el camino a seguir no es evidente, es entonces cuando el presunto hacedor de milagros encuentra su oportunidad. Su dedo señala la presunta causa de los males, le declara enemigo, y se proclama el único capaz de derrotarlo.
Todo el que haya estado en el puente de un barco de la Armada navegando reconocerá la escena y revivirá las impresiones. El barco, hasta ese momento navegando en aguas y circunstancias ordinarias, entra en zona de más tráfico, se encuentra súbitamente en situación más complicada, o simplemente se aproxima a la entrada al puerto. El comandante se levanta de su silla en la banda de estribor del puente, y dice sin levantar el tono: “tomo la voz”. El oficial de guardia, dueño por delegación de la voz hasta ese momento, da inconscientemente un paso atrás y anuncia en un tono más alto (a él sí tienen que oírle todos) “¡A la voz del señor comandante!”. El silencio se hace inmediatamente en el puente. El cronista anota el minuto exacto y el hecho. De repente todo es diferente. La dotación del puente por una parte se pone colectivamente en tensión, pues el anuncio implica que la situación requiere de la superior experiencia del comandante; por otro lado, cada uno de ellos individualmente se relaja: ya nada depende de sus decisiones, un peso se ha quitado de sus hombros, sólo tiene que seguir órdenes, el comandante sabe muy bien lo que tiene que hacer.
Pues bien, esa situación y esos sentimientos de alivio son similares a los que embargan a los votantes que perciben una situación política como más complicada de lo que ellos podrían manejar, e incluso opinar y votar con criterio y ética suficientes, y ven con alivio cómo el “hombre fuerte” se hace cargo. Seguro que sabe lo que tiene que hacer. Ya no hace falta pensar.
El freno de los mandatos
Volviendo a las fortalezas y debilidades, y teniendo en cuenta la mayor fragilidad del sistema presidencialista, parece que han sido estos últimos los que han creado la barrera más eficaz contra la autocracia, que es la limitación de mandatos. Aún así en demasiados casos consiguen superarla, como los notorios casos de Putin y Bukele muestran. Estos son, tal vez, los ejemplos más imaginativos, pero ilustran el esfuerzo que el aspirante a autócrata dedica a lo que se le aparece como la traba más importante para sus designios. Otras naciones con legisladores más perspicaces levantaron esa barrera incluso en ausencia de intentos de perpetuación: ya hemos mencionado que EEUU en 1951 aprobó la enmienda XXII a la Constitución en la que se consagró formalmente lo que George Washington había fijado como norma no escrita, el límite de dos mandatos de cuatro años. Franklin D. Roosevelt había ignorado esa tradición siendo elegido nada menos que cuatro veces, falleciendo durante el cuarto mandato. Nadie sugirió entonces ni ahora que el presidente Roosevelt tuviera tentaciones de hacerse presidente eterno, pero fue precisamente su carisma combinado con esa anormal duración razón suficiente para encender las alarmas y edificar una barrera que protegiera el famoso sistema de checks and balances de lo que llamaban una posible “deriva monárquica” (mal llamada, porque en todo caso no parece que hubiera incluido la sucesión hereditaria, como sí ocurrió en la República Popular de Corea, en Siria, en Cuba, y parece que ocurrirá en Guinea Ecuatorial).
Francia redujo la duración de sus mandatos presidenciales de siete a cinco años en el año 2000, aduciendo principalmente que el desfase entre las elecciones presidenciales (cada siete años) y las legislativas (cada cinco) propiciaba demasiado a menudo la temida cohabitation (aparentemente despreciando el hecho de que, al ser la mayoría que eligió al presidente diferente de la que eligió al órgano legislativo, tiende a disuadir de la eternización) pero seguía sin límite el número de reelecciones. No debió por ello parecerles suficiente, porque en 2008 se introdujo una nueva reforma limitando los mandatos a dos consecutivos (puede superarse el número si no lo son).
¿Por qué no limitar los mandatos también en parlamentarismos?
La pregunta es inevitable: ¿por qué ningún sistema parlamentario ha adoptado este mecanismo defensivo? Los casos de Orbán (19 años) o Modi (12 años) — e incluso en el pasado, Oliveira Salazar (36 años), Mussolini (21 años) ambos primeros ministros eternos, o Hitler, otro caso de conversión de sistema parlamentario a dictadura unipersonal, 12 años en total (pero aspiraba al “Reich de los mil años”) — muestran que la eternización también amenaza al parlamentarismo.
Los argumentos en contra de llevar a cabo tal limitación son fáciles de resumir: la alternancia en el parlamentarismo es más de partidos que de personas, o dicho en otras palabras, el gobierno no es tan personalista como en los regímenes presidenciales; la pérdida de mayoría parlamentaria es ya un límite en la práctica y forma parte de la cultura política; existen ya la cuestión de confianza (que en realidad es a voluntad del gobernante, y por lo tanto inútil como herramienta de democión) y la moción de censura (que no tiene el éxito ni mucho menos garantizado en un parlamento que es el que ha elegido al gobernante que se cuestiona).
Inconvenientes no hay aparentemente ninguno de entidad. Como demostración, ya habíamos citado el caso del presidente del gobierno de España, Aznar, que renunció a un tercer mandato en circunstancias que se presumían favorables para su partido (inesperadamente fueron torcidas por los atentados del 11 de marzo de 2004). De manera más sorprendente, el actual Presidente de Gobierno, Pedro Sánchez, propuso en las primarias de su partido de 2014, y prometió en los programas electorales para la elecciones de 2015, 2016 y 2019 promover una reforma constitucional que limitara los mandatos a dos, o la duración total a cuatro. Promesa que al pareceer es una buena idea… si se aplica al oponente político, pero no a uno mismo, pues ha sido convenientemente olvidada.
Todo ello parece demostrar que la prohibición a un líder de gobierno parlamentario de concurrir por tercera vez a elecciones (o exceder ocho años) con intención de conservar el gobierno no incurre en ningún desafuero, ni parece que ello desfavorezca a su partido, que debería contar con sustitutos capaces, a menos que la palabra "democracia" carezca de significado.
Y es que la política no debería ser una profesión de por vida, sino un período limitado de servicio público. No es saludable empezar en las juventudes de este o aquel partido, sin terminar estudios, sin adquirir experiencia en ninguna de las muchas actividades que la vida ofrece, sólo esperando eternizarse en la política y a ser posible en el poder. Ello produce una radicalización que reemplaza al saludable pragmatismo produciendo soóo devoción ciega, y que tiende a poblar de afines los cargos intermedios, comprometiendo la estabilidad que proporciona el servicio público profesional, aunque solo sea porque serán reemplazados en bloque cuando cambie el partido en el gobierno, algo innecesario con profesionales apartidistas. Como dijo Sir Humphrey Appleby, el mítico personaje de las series “Yes, Minister” y “Yes, Prime Minister” de la época de la que entonces parecía casi eterna primera ministra Margaret Thatcher (cerca de 12 años en el cargo, los últimos ya muy contestada por su propio partido) respecto a su dedicación profesional a la política como leal funcionario desafecto de la política partidista:
“Bernard, he servido a once gobiernos en los últimos treinta años. Si hubiera creído en todas sus políticas, me habría comprometido apasionadamente a mantenerme fuera del Mercado Común y apasionadamente a entrar en él. Habría estado completamente convencido de la legitimidad de nacionalizar el acero, y de desnacionalizarlo y renacionalizarlo. En cuanto a la pena capital, habría sido un ferviente retencionista y un ardiente abolicionista. Habría sido […]un fanático de las nacionalizaciones y un maníaco de las privatizaciones; pero, sobre todo, habría sido un esquizofrénico absoluto”.
Conclusión
Juvenal dijo: Quis custodiet ipsos custodes? (¿Quién nos protegerá de nuestros protectores?) Hagámoslo nosotros mismos: impidamos la eternización de los políticos. Incorporar en los sistemas parlamentarios el límite de mandatos —mecanismo ya probado en los presidencialistas— sería una barrera adicional contra la autocracia. Así nos protegeremos del advenedizo que, creyéndose dotado de las mejores virtudes del gobernante, trata con herramientas poco éticas de auparse al poder y eternizarse en él.
Y como dijo el Príncipe de Talleyrand, “En una novela, el autor dota al personaje principal de cierta inteligencia y un carácter distinguido. El destino se toma menos molestias: las mediocridades participan en los grandes acontecimientos simplemente porque cuando ocurren ellos estaban allí”.
[1] En esta época del lenguaje inclusivo será una sorpresa, no solo semántica, si una gobernante adquiere los caracteres que permitirían incluirla en la lista de los strongmen. Por ahora no es el caso. ¿Requeriría esto la investigación de siquiatras, además de politólogos?
[2] La caracterización de algunos de estos autócratas como “conservadores” o “de derechas” seguramente levantará algunas cejas, sobre todo cuando alguno de ellos, notoriamente Putin, pone flores en la tumba de Lenin y hace frecuentes referencias elogiosas a la URSS. Pero esa caracterización es inevitable cuando, en aras del populismo, cultivan el nacionalismo nostálgico, predican (cínicamente) valores morales, resaltan la importancia de la familia convencional (aunque el tirano raramente la practica, o la practica en exceso), se oponen a los movimientos LGTBI, a la inmigración y al aborto, y hacen exhibición de afiliaciones religiosas (de nuevo en el paradigmático caso de Putin, cuenta incluso con la amistad y apoyo político del Patriarca Kiril). Pero una cosa es utilizar los valores morales como reclamo para obtener votos, o incluso paradójicamente imponerlos con violencia, con Putin (usando ventanas, novichok y la guerra) y Duterte (eliminando masivamente narcotraficantes) a la cabeza de esta poco moral actividad, y otra muy diferente creer en ellos tanto como para practicarlos personalmente, lo que resulta mucho más infrecuente.
[3] Rachman, Gideon. The Age of The Strongman: How the Cult of the Leader Threatens Democracy around the World, 2022. ISBN 978-1847926425
[4] Tal vez queriendo evitar lo que finalmente sucedió: dos años y medio después del dejar el poder fue detenido y puesto a disposición del Tribunal de La Haya.
[5] Aunque el caso de Francia es peculiar, pues el Presidente de la República a pesar de contar con un primer ministro conserva una capacidad política en ciertos asuntos, particularmente la de designar al primer ministro y la acción exterior, por lo que a veces se describe su sistema como “semipresidencialista”.




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