Fernando del Pozo
¿Existe un poder naval europeo?
No es frecuente encontrar libros que se concentren en uno solo de los elementos del poder militar, mucho menos cuando este es el naval, y que, lejos de las intemporales disquisiciones de Mahan o Corbett, por ejemplo, se fije con preferencia en lo que ha ocurrido en las últimas tres décadas, en las que no ha habido ninguno de los grandes enfrentamientos navales en cuyo análisis basaron sus estudios los grandes tratadistas navales del pasado. Sin embargo, y a pesar de la ausencia de batallas como mojones del tiempo que marcan el devenir de las flotas, la cifra de treinta años tiene un especial significado porque además de ser el lapso de tiempo transcurrido desde el colapso de la Unión Soviética – la mayor tragedia geopolítica del siglo XX, según Putin – coincide con el tiempo de vida que habitualmente se le supone a un buque de guerra, con lo que cualquiera que sea la transformación o evolución que las nuevas circunstancias políticas impongan en el desarrollo de nuevos sistemas militares – navales en este caso – ya ha debido ser completada.
El excelente libro de Jeremy Stöhs es, pues, una oportuna adición a la panoplia conceptual en la que debemos apoyarnos para comprender las relaciones de poder en el mundo de hoy, al menos si aceptamos que las fuerzas navales son un inestimable indicador de cómo se ven las naciones a sí mismas – los programas navales los determinan las naciones, no las alianzas, ni siquiera ¡ay! la Unión Europea – y cuál es el papel que quieren representar, o creen que pueden representar, en el gran escenario del mundo, siendo como son las fuerzas navales las más intrínsecamente expedicionarias de las fuerzas militares, y por tanto actores primarios en toda relación internacional que requiera el uso, o simplemente la exhibición, de fuerza. Sin embargo, el reflejo que nos devuelven de las intenciones y ambiciones de las naciones, a diferencia de otros elementos de la defensa nacional, se ve constreñido por los largos plazos que requiere el desarrollo de los programas navales, complicando así un imprescindible análisis.
Aunque el libro que examinamos no pretende en principio ser sino un análisis individualizado de las más importantes marinas de guerra europeas, y sólo al final acomete una cierta síntesis que le conduce a conclusiones, varias circunstancias emergen de la comparación de aquellos análisis individuales, y se hacen muy pronto patentes. Así, las cuatro marinas europeas cuya importancia merece tratamiento individualizado – la Royal Navy inglesa, la Marine Nationale francesa, la Marina Militare italiana y la Armada española – presentan una evolución prácticamente idéntica dentro de la más generalizada reducción, cuyo principal componente es la sustitución de un número más o menos razonable de unidades, especialmente escoltas, por números alarmantemente reducidos de unidades mayores y mucho más capaces. Esta decisión, uniforme aunque tomada independientemente por gobiernos muy dispares y con distintas concepciones del papel de su nación en el mundo, merece una explicación que vaya más allá de la aducida recogida de los famosos dividendos de la paz, que Stöhs acertadamente cita. Porque esos dividendos – que podemos declarar ya más que amortizados después de treinta años – han producido en otros tipos de fuerzas una reducción pura y simple, si descontamos la modernización que hace evolucionar positivamente las capacidades, sin por ello forzar al gigantismo que ha aparecido de manera evidente en lo naval.
Los escoltas
Pero esta tendencia no sólo lleva ya fraguándose unos cuantos años, sino que se ha agudizado en la segunda mitad de este período. Un estudio seis años anterior al libro analizado llevado a cabo por encargo de la Agencia Europea de Defensa al think tank Wise Pens International (WPI)[1] llega a similares conclusiones. Aunque persiste la preferencia colectiva de las naciones europeas por las funciones de control del mar sobre las de proyección de fuerza, las tablas de edades que este estudio proporciona demuestran claramente el envejecimiento de las unidades de escolta - el componente esencial del control del mar, en general fragatas de 3000 a 4000 Tm - comparado con la mucho más saludable estructura de edades (distribución entre los de más de 15 años de edad, menos de 15, y en proyecto o construcción) de los buques de proyección de poder comparables, básicamente destructores de 6000 o más Tm. Y eso sin tener en cuenta la distorsión producida por ciertas ridículas aprensiones que han movido a algunas naciones, singularmente la nuestra, a clasificar oficialmente como fragatas a unos buques, la clase “Álvaro de Bazán”, que por armamento y desplazamiento pertenece por derecho propio a lo que en otras naciones se llama destructor, palabra al parecer aquí y hoy políticamente incorrecta[2].
No es, sin embargo, como más arriba se apunta, consecuencia de una deliberada reorientación estratégica hacia la proyección de fuerza, abandonando las misiones más simples de control del mar conforme la edad va diezmando con preferencia sus números. El cálculo de los estrategas navales que han diseñado esta situación es que un destructor hace lo que una fragata y más, con lo que el reemplazo de estas por aquellos es ventajoso. Y tal vez lo sería si fuera en parecidos números. Desafortunadamente, las cifras no apoyan ese optimismo: los números agregados de buques de combate de superficie principales (esencialmente en Europa destructores más fragatas) de las cuatro marinas principales mencionadas ha caído desde 1990 hasta 2016 en más de la mitad, de 135 a 66. Magro consuelo es que, dentro de esas cifras, la proporción de destructores haya crecido en detrimento de las fragatas.
Y es que hay aspectos de las misiones que hacen a los números insustituibles. Más allá del dispendio que representa el usar un carísimo destructor con su especializada y adiestrada dotación y su formidable armamento en misiones, como la de represión de la piratería, para las que un simple y barato buque de patrulla sería más que suficiente y la capacidad antiaérea y misilística del destructor redundante, el factor decisivo es que por cada unidad en una zona de operaciones relativamente alejada, como el Índico, hacen falta aproximadamente otras tres (una en tránsito, una en recuperación y mantenimiento, y otra en preparación), implacable aritmética que hace irrelevante el beneficio de las mayores capacidades si es a costa de los números.
Añadamos a esto que un cierto número de las fragatas disponibles en Europa pertenecen a naciones de marinas modestas, como Bulgaria, Bélgica, Polonia y otras, que operan un número ineficiente de escoltas, frecuentemente dos, normalmente de segunda mano, en la creencia de que razones de prestigio requieren que la bandera nacional sea izada al menos en una fragata, que aporta una imagen más elegante que un cazaminas o un buque logístico, pero que proporcionan una muy limitada adición a las capacidades colectivas. Profundizaremos en esto más adelante.
Pero no puede quedar sin comentario, aunque sea poco significativo para las capacidades globales, que el número de buques de patrulla de altura (OPV), que el libro pasa por alto, es tal vez el único que ha experimentado crecimiento, por razones que no es preciso detallar. Y hay que mencionar que España es la única nación que ha decidido hacer OPVs de un desplazamiento (2500Tm) consistente con misiones largas y en aguas alejadas, decisión correcta frente a los que piensan que la función de patrulla sólo se ejerce en aguas propias (para eso están los servicios de guardacostas en sus distintas variantes, habría que decir).
Los portaviones
Entre los buques principales de combate no podía faltar la mención de los portaviones, cuya falta es el principal (pero no único) motivo de la exclusión de otras marinas del selecto grupo inicial. La evidencia de que el Charles de Gaulle es el único portaviones convencional (CATOBAR[3]) de Europa es debidamente señalada, además de su propulsión nuclear. No lo es, en cambio, el hecho de que la inicial ambición francesa de dos, y la más tardía de construir el segundo en colaboración con el Reino Unido, respondían a la lógica de que estos buques son tan importantes que es preciso tener dos para poder operar con continuidad un ala embarcada, elemento este que no se duplica, lógica que el Reino Unido seguirá con sus dos portaviones STOVL[4], para los que con toda probabilidad sólo procurará los elementos que le permitan un ala aérea embarcada, eso sí, basada alrededor del formidable (y caro) F-35B Lightning II. Lo que suscita la cuestión del relevo de nuestros vetustos Harrier, pues la Armada es la única de las cuatro fuerzas que operan portaviones que no tiene aún planes definidos para un relevo tan urgente que ya debería estar hecho, falta tanto más de lamentar cuanto que el F-35B es el único posible candidato, ya que nuestro único portaviones es, como los ingleses e italianos, STOVL, y no existe ningún otro avión con capacidad STOVL en el mercado.
La importancia de estos pocos portaviones para la autonomía estratégica de Europa está ilustrada por un ejemplo citado en el estudio antes mencionado de WPI: en la crisis libia de 2011, el rapidísimo alistamiento del Charles de Gaulle (dos días) que superaba con creces al despliegue de unidades aéreas europeas a bases (italianas) poco familiares, le hizo el centro de gravedad de las operaciones aéreas, con un 40% del total de las misiones ejecutado desde su cubierta de vuelo, y junto con los Harrier que operaron desde el portaviones italiano Garibaldi (560 salidas) y el buque anfibio americano Kearsarge ejecutaron misiones con 20 minutos de tiempo de respuesta, comparado con 90 minutos en promedio de las llevadas a cabo desde las bases en Italia. Los Harrier italianos hicieron la mitad de las misiones de esa nación, aunque eran sólo la tercera parte de sus aviones presentes, y eso que la presencia del Garibaldi no fue continua. Un estudio británico estimó el coste de las operaciones aéreas de ese país en 900 millones de libras, que si se hubieran llevado a cabo con aviación embarcada habrían costado 150 millones[5]. Y todo ello en una zona de operaciones vecina a Europa. Parece, pues, que el esfuerzo de mantener la capacidad aérea embarcada es no sólo una cuestión de prestigio, ni siquiera solamente para disponer de ella en el peor de los casos: es también una cuestión de economía de medios.
La guerra anfibia
El otro grupo de buques de superficie que merece del autor un análisis individualizado es el formado por buques anfibios. Y muy acertadamente, hay que decir, en un ambiente estratégico en el que la posibilidad de operaciones de proyección del poder naval sobre tierra ha crecido de manera considerable. Comete sin embargo un pecado muy frecuente entre comentaristas navales, y es el de, más allá de consignar una reducción de estas unidades más contenida que en las demás comentadas (19 actuales frente a 26 en 1990) no analizar al mismo tiempo las fuerzas de infantería de marina que son su razón de ser.
Es verdad que la infantería de marina no se presta a un recuento similar al de los buques, pero existen factores que no se pueden pasar por alto. Así, el descansar en el ejército de tierra la provisión de la infantería para operaciones anfibias, lo que hace Francia, y otras varias naciones con las notables excepciones de España, los Países Bajos, Portugal y en parte el Reino Unido e Italia implica un concepto operativo sutil pero decisivamente diferente. Las tropas terrestres que se usan para este fin, por muy adiestradas que estén, tienen vocación de permanecer en tierra una vez llevado a cabo el asalto anfibio, y los barcos para ellas no son sino un medio de transporte que los lleva hasta el lugar de combate. El infante de marina, por otro lado, tiene en el barco su hogar y base, desembarca para llevar a cabo su misión, y una vez completada regresa a bordo para reintegrar la capacidad anfibia, o lo que es lo mismo, la posibilidad de influir desde la mar en los acontecimientos de tierra en otro momento o lugar.
Así pues, una brigada genuinamente anfibia (el Reino Unido tiene una, mixta de Army [artillería] y Navy; España una exclusivamente de la Armada; e Italia una mixta Esercito-Marina) es diferente de las brigadas de tierra seleccionadas para operaciones anfibias, como el caso francés (dos brigadas ligeras mecanizadas de Infanterie de Marine). Su organización, material y logística, tal vez especialmente esta última, están pensadas no sólo para facilitar el asalto, sino también para mantener el cordón umbilical que en todo momento les une con sus barcos. Esta importante diferencia pasa generalmente tan desapercibida que la UE tiene a los elementos de las brigadas anfibias que proporcionan los países miembros, individual o combinadamente, rotando en la misión de battlegroups con unidades terrestres, sin considerar que el tiempo que están en tal misión la capacidad anfibia de Europa está seriamente comprometida, pues ninguna otra unidad puede sustituirlas en tan especializado papel, y los números son tan escasos como más arriba se cita.
También habría merecido comentario, por ser no menos significativo que otros progresos de la Armada, la decisiva transformación que la Infantería de Marina sufrió a mediados de los 1990 con la refundición de unidades dispersas y no muy bien organizadas, en una moderna unidad tipo brigada que resiste la comparación con las mejores del mundo, transformación completada años más tarde con la adición del previsto 2º batallón de desembarco, elevando el total a los previstos tres (dos de infantería más uno mecanizado), además de las unidades de apoyo de combate y de apoyo de servicios de combate pertenecientes al núcleo de la brigada.
Los submarinos
En cuanto a submarinos, cuyos números han caído también por debajo de la mitad (de 60 a 29) poco hay que decir, excepto tal vez subrayar que los nucleares ingleses y franceses, no sólo los balísticos sino también los de ataque, son difícilmente susceptibles de ser sumados con los convencionales, cuya capacidad y disponibilidad multiplican por un factor tal vez de tres o más. El penoso caso del proyecto español S-80 es correctamente mencionado por el autor para explicar por qué nuestros números han caído tan bajo (tres). Queda por ver si las capacidades previstas gracias a su propulsión independiente del aire (AIP), que no veremos hasta el segundo o tercero de la serie, compensan el tiempo perdido, los inesperados sobrecostes, y los mercados que han vuelto la vista a otra parte.
No debemos sin embargo echar demasiada ceniza sobre nuestras humilladas cabezas españolas por el fracaso tecnológico sufrido, fruto de la coincidencia temporal del lamentable divorcio de Navantia de la francesa DCNS (hoy Naval Group) con la temprana jubilación en masa de los ingenieros más veteranos. No sólo en el capítulo de Alemania queda consignado que su primer submarino AIP requirió 13 años desde las primeras pruebas del sistema de propulsión (1988) hasta la entrega oficial del primer submarino de la serie, sino que, tras grandes alabanzas a la nueva F-125 Baden-Württemberg, deja sin mencionar (la eclosión pública del problema fue posterior a la edición del libro) que la primera de la serie fue, en una decisión inédita, rechazada por la Bundesmarine y devuelta a los astilleros por sus graves defectos, en parte debidos a la inexperiencia de los ingenieros de Thyssenkrupp – como en nuestro caso - y en no pequeña medida al deficiente concepto del buque, que cabe achacar a la propia Bundesmarine y su vacilación respecto a las posibles misiones futuras.
No quiero con esto construir un caso de “en todas partes cuecen habas”, ni mucho menos de schadenfreude, que ambos serían injustos y ofensivos para la acreditada capacidad industrial y excelencia ingenieril de Alemania, sino constatar que, tratando de evitar los riesgos estratégicos inherentes a un panorama poco menos que indescifrable, estamos incurriendo en lugar de ello en riesgos de diseño y ejecución de las unidades que tendrán que contender con los conflictos de los próximos treinta años, diseñando complicadas navajas multiusos donde en el pasado nos contentábamos con cuchillos, destornilladores y alicates separados (el ejemplo del proyecto danés Stanflex ilustra esto a la perfección). Ni siquiera estos errores se limitan a Alemania y España, que son citados aquí al hilo del libro que se analiza, por ser europeos y contemporáneos: la marina de los Estados Unidos, entre otras menos notables, nos ha precedido con catastróficos y costosos diseños como los del Littoral Combat Ship, que iba a ser la presunta fragata que cerrase el hueco dejado por debajo por el gigantismo de sus unidades más modernas, lo que ha obligado a limitar a 32 el número total de unidades de dos diseños radicalmente diferentes, que deberán ser completados por una tercera clase (a la que por cierto opta Navantia); o el del destructor Elmo S. Zumwalt, cuya ambiciosa serie de 32 unidades previstas se vio reducida a tres, y estas con un cambio de misión fundamental, además de incontables deficiencias, todo ello debido, como el caso de la alemana F-125, a un mal meditado concepto.
Todo esto se señala, no para enumerar los fallos de concepto, diseño y ejecución de los buques de guerra, que existen al menos desde que el Vasa se hundió en 1628 en aguas de Estocolmo en su primera salida a la mar, y obtener en ello consuelo, sino para dejar constancia de que, treinta años después de las grandes transformaciones geopolíticas en Europa y en el mundo traídas por el colapso del sistema soviético, la indefinición del panorama estratégico aún nos trae dudas sobre cómo concebir las siguientes clases de buques, lo que ha producido y producirá estos y más errores, y que, con la complejidad de las tecnologías empleadas hoy en los buques de guerra, los errores serán cada vez más abrumadoramente caros y más difíciles de enmendar. Y no cabe refugiarse en diseños conservadores, que es una lógica tentación, porque pueden demostrarse igual de erróneos que los más avanzados, incapaces de contender con los desafíos de las nuevas tecnologías y las amenazas emergentes, y ello a un precio sólo marginalmente menor.
Aspectos industriales
Los aspectos industriales tienen también otras lecturas, que el autor no rehúye. Así por ejemplo, no deja de mencionar que Francia es la única nación europea cuya construcción naval descansa únicamente en tecnología europea. Aunque esta decisión limita la colaboración con otros socios europeos, más entregados a la tecnología americana, no deja de tener una lógica envidiable, y no hay constancia de que haya ello perjudicado la calidad o la eficacia de sus diseños. Hay sin embargo una observación respecto a la industria naval que el autor toca sólo en casos individuales, y es la dispersión de ésta comparada, por ejemplo, con la exitosa integración a nivel europeo de la industria de aviación, gracias a la multinacional Airbus, que en su día integró CASA. Aerospatiale, Matra, Messermitch, Dornier y otras compañías en un complejo proceso de consolidación, que no se ha visto reflejado de ninguna manera por las compañías campeones nacionales del ámbito naval.
Cierto que la industria aérea de defensa ha sido llevada de la mano por el sector civil de aviación, algo aparentemente imposible en el ámbito marítimo, pero es que tras los numerosos programas de diseño compartido, parcial o totalmente fallidos, como la NRF90 (que no se convirtió en ninguna construcción), la fragata hispano-germano-holandesa (que generó tres modelos muy diferentes), los buques anfibios y de aprovisionamiento hispano-holandeses (que dieron lugar cada uno a variaciones nacionales), las fragatas franco-italianas Horizon y su sucesora FREMM (cada una generando a su vez dos variedades nacionales), esos campeones nacionales en lugar de capitalizar las experiencias adquiridas en una franca colaboración que sería altamente competitiva y redundaría por lo menos en economías de escala, se dedican activamente a competir unos con otros en un mercado mundial en auge que incluye otros competidores, no los menos importantes en los EEUU. Es difícil de comprender la causa de tanta dispersión y tan enconada competición, pero no cabe duda de hace un flaco servicio a la capacidad naval europea.
La especialización
No se han mencionado en estos comentarios los capítulos que el libro dedica a otras marinas europeas secundarias, cuya evolución ha sido en algún caso diferente de las principales. Así, Noruega y Dinamarca han conseguido no sólo mantener e incluso mejorar sus listas de buques en número, sino también en tamaño (siguiendo en esto último también la tendencia general). Grecia y Turquía tienen su propio contexto estratégico que hace poco valioso su análisis desde el punto de vista pan-europeo. Y de otras menores ya se ha comentado más arriba la selección de buques por razones de prestigio en lugar de eficacia. Todo ello no llega a alterar las cifras globales, pues en Europa la distribución de capacidades navales es tal que, por ejemplo, seis de las 22 naciones marítimas de la UE poseen el 80% del total de fragatas, y cinco de ellas el 90% de los destructores.
En buena lógica, una situación en la que la mayoría de los socios tienen unas marinas muy pequeñas en comparación con las principales, debería llevar a la especialización. Así, marinas que solamente contribuyen a las capacidades colectivas con dos fragatas de segunda mano o algunos patrulleros bien podrían dotarse, por ejemplo, de buques de aprovisionamiento, de los cuales hay una gran necesidad, especialmente de los mixtos (combustible y sólidos), y más teniendo en cuenta que del tonelaje agregado de buques logísticos más del 50% lo proporciona un solo país, el Reino Unido[6]; o tal vez de cazaminas, campo que Bélgica pareció querer abrazar con exclusividad, pero del que las obligaciones adquiridas con los Países Bajos en la constitución del Mando Conjunto belga-holandés (ABNL) bajo los acuerdos BeNeSam parecen haberle hecho desviar.
En definitiva, con la posible excepción anecdótica de Eslovenia, que ha abrazado el buceo de combate como contribución nacional a las capacidades navales europeas, no hay un solo caso de deliberada especialización, con todas las naciones queriendo abarcar tantas capacidades como sus posibilidades económicas permitan en lugar de la eficiencia que la especialización traería consigo. Y se comprende: la evolución de la Unión Europea, firme pero lenta, en dirección a una mayor integración, no permite todavía ni lo hará en el futuro previsible contar con el apoyo automático de los demás países miembros en cualquier conflicto que uno de ellos pudiera tener. Esa seguridad es la condición inexcusable para la especialización.
La orientación estratégica
En resumen: por razones no siempre hijas de un razonamiento riguroso, las marinas de las naciones europeas han evolucionado estos últimos treinta años desde una orientación prácticamente exclusiva hacia la defensa de las líneas de comunicación estratégicas entre los Estados Unidos y Europa (el llamado ReRe, reinforcement and replenishment) frente a la amenaza soviética durante la Guerra Fría, hacia una preferencia por las misiones expedicionarias de proyección de fuerza. Esta evolución, sin embargo, como resultado que es de cálculos más económicos que estratégicos, además ser llevada a cabo de manera no coordinada, por medio de decisiones individuales de cada una de las naciones miembro, está lejos de haber alcanzado un estado en que se pueda afirmar que una hipotética “marina de Europa” es de proyección de poder, como la de los EEUU. La incompleta evolución la ha dejado en tierra de nadie, ni carne ni pescado, ni decididamente expedicionaria, ni conservando los números suficientes de fragatas (el caballo de batalla para el control del mar) como para garantizar la seguridad del tráfico marítimo en el Atlántico y Mediterráneo.
Desgraciadamente, esas deficiencias y errores de concepción son difíciles de superar, porque están anclados en lo que se ha dado en llamar sea blindness, ceguera marítima, mal que afecta a todos los gobiernos europeos, incluyendo, y es muy de lamentar, los de nuestra nación, cuya situación estratégica y por lo tanto su historia, y también su dependencia de la mar, debería hacer a esta más prominente en las preocupaciones del Gobierno. Pero otros asuntos de menos enjundia acaparan su actividad. Eso sí, se blasona de que, aunque no llegamos al formalmente prometido 2% del PIB en gastos de defensa, lo compensamos con la participación de nuestras Fuerzas Armadas en numerosas misiones, de la UE (sobre todo), de la OTAN y de la ONU. Una declaración que oculta la mínima entidad de todas ellas.
Finalmente, a la vista de la inconsistencia de los planes navales de los que son a una vez socios y aliados, y de la falta de adecuación a una estrategia compartida, sería de desear que la Unión Europea, con la autoridad que le otorga su estatus cuasi-supranacional, llevase a cabo una revisión estratégica de los programas de las naciones miembro, al modo del Defence Planning Capability Survey de la OTAN (cuya influencia en los programas de defensa nacionales es perfectamente descriptible) pero con un nivel mayor de exigencia. Ello a su vez obligaría a la UE a adoptar una estrategia de defensa menos declarativa y más detallada que la que nos tiene acostumbrados.
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Fernando del Pozo, Almirante (R) de la Academia de las Artes y las Ciencias Militares
The Decline of European Naval Forces
Challenges to Sea Power in an Age of Fiscal Austerity and Political Uncertainty
Jeremy Stöhs
Naval Institute Press
Annapolis 2018
312 páginas
[1] Future EU Maritime Operations Requirements and Planned Capabilities, A Study by Wise Pens International, 28 Feb 2012.
[2] Decisión particularmente lamentable en la nación que bautizó con el nombre de “Destructor” al primer buque que creó el concepto y le dio nombre en 1887.
[3] CATOBAR = Catapult Assisted Take-Off, Barrier Arrested Recovery (despegue con catapulta, toma con cable de frenado).
[4] STOVL = Short Take-Off, Vertical Landing (despegue corto con rampa, toma vertical)
[5] A su vez todo ello citado de El poder naval a propósito de la crisis libia: ¿Un punto de inflexión hacia una orientación marítima de la estrategia? J.L. Nieto Fernández y F. Fernández Fadón. Instituto Español de Estudios Estratégicos, 3 enero 2012
[6] Improving the European Union Naval Logistics, Wise Pens International Food for Thought Paper. Commissioned by the European Defence Agency. May 2017
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